Soy médico. Supe que lo sería desde antes de concluir la educación primaria. No es que a esa edad fuera realmente consciente de mi decisión, o que supiera de antemano si tendría éxito o no. Fue más bien una intuición; algo que, sin embargo, sabía con la misma certeza con la que ahora puedo afirmar que no equivoque mi vocación. A 32 años de haber ingresado a la carrera, y más de 20 de practicar la neurología, de una cosa estoy seguro: las bolsas de mi bata blanca están llenas de cosas buenas. Los pacientes ocupan el primer lugar.
No tengo idea de cuántas personas han estado bajo mi cargo en todo este tiempo, pero tengo presentes a muchas de ellas, a quienes realmente debo el ser médico. Claro que uno recuerda con enorme satisfacción los casos en que todo salió de maravilla. Es indescriptible la alegría y el orgullo que uno siente cuando logra restablecer la salud de sus enfermos, y el gozo de escuchar su agradecimiento y elogios; digo, no hay mejor alimento para el ego; aunque uno debe ser muy prudente y objetivo para no perder el piso, para no confiarse y creer que uno es infalible. Nada más lejos de la realidad. No hay peor ignorancia que la ilusión del conocimiento.
Son quizás los casos difíciles, aquellos en los que uno no sabe qué hacer; los que se complican, los que nos hacen crecer más como médicos; los que nos ponen a prueba y nos recuerdan que somos tan humanos como cualquiera, y que es imposible tener todas las respuestas. Esos casos también existen en las bolsas de mi bata blanca, y equilibran a su contraparte.
Los médicos bajo cuya tutela he estado, y los que – voluntaria o involuntariamente – se han cruzado en el camino de mi aprendizaje como médico también son importantes. Profesores, he tenido muchos; maestros, muy pocos. De los últimos he aprendido que nada sustituye nuestros sentidos; que no hay instrumento o estudio diagnóstico que supere un buen interrogatorio, una exploración detallada y analítica. He aprendido que es importante ser un buen médico, pero lo es más ser un médico bueno; un médico que escuche, que sea empático y humano, que quizás no pueda curar a todos sus enfermos pero sin duda puede aliviarles.
Mención especial merecen mis compañeros de travesía; aquellos que se cruzaron conmigo desde los primeros días de clase; hermanos de academia, compañeros de vocación, con los que más de una vez recibí la madrugada estudiando un tema, preparando un caso clínico o luchando por estabilizar a un paciente. También mis alumnos, que ahora forman varias generaciones; y con quienes disfruto cada caso, cada tema, cada alzar de cejas y brillo en los ojos cuando exploramos juntos, cuando logran realizar de manera correcta alguna maniobra, cuando el conocimiento les sorprende y logran experimentar la maravillosa experiencia de conectarse con el paciente.
Lo curioso es que mientras más se llenan las bolsas de mi bata blanca más espacio parecen tener; y eso que sólo me he referido a las bolsas laterales y no a la que está en el pecho, cerca del corazón, en la que cabe mi familia toda: el verdadero motor del día a día, la fuerza que me lleva a tratar de ser mejor; la bolsa en donde Él también se aloja, dispuesto a guiar mis acciones y entendimiento para servir al otro, al prójimo que sufre y pone lo más valioso que tiene en mis manos: su vida.
Que hermosa manera de escribir … No se me da esto , de la escritura …, pero solo te puedo decir , que leyendo estas palabras , Me doy cuenta .., que sigues siendo el compañero sensible y excelente que conozco desde hace unos años ….
Muchas felicidades !! 😉
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¡Gracias por visitar mi blog, y gracias también por tus palabras!
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Que increíbles palabras y que bien haz llenado las bolsas de tu bata . Felicidades amigo!!!
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¡Gracias amigo; un abrazo!
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