En menos de tres minutos el Distrito Federal, el país y los mexicanos cambiamos para siempre
19 de septiembre de 1985. Llegamos temprano. La clase de radiología en el Hospital Infantil Privado comenzaba a las 7:30 h., pero cuando apenas cursas tu primer mes de la carrera lo menos que quieres es distinguirte por ser impuntual. Ese día faltaron muy pocos. El auditorio no era muy grande, pero estaba perfectamente acondicionado. Dispuesto a manera de anfiteatro, recordaba los pequeños cines que en ese entonces caracterizaban a las salas de arte, como los Cines Cuevas y Godard en Ciudad Satélite, en donde no pocas veces proyectaban películas bastante subidas de tono para la época. Varias hileras de butacas en desniveles, que permitían ver sin dificultad lo que se proyectaba en la pantalla o en los negatoscopios a un lado de ella.
Quince minutos después de las siete. La mayoría sentados, uno que otro de pie «comentando el punto», socializando; comenzábamos a conocernos y a integrarnos como grupo; algunos seguiríamos siendo amigos después de tantos años, otros se fueron quedando en el camino.
Cuatro minutos después: 07:19 h. Me siento mareado – creo -, siento que perderé el equilibrio a pesar de estar sentado; pronto me doy cuenta de que el edificio se está moviendo. Todos nos mirábamos sorprendidos, ansiosos, y de pronto -¡Bam!- todo sacudiéndose; primero como un fuerte balanceo, después el caos; por las ventanas podía verse los postes moverse de lado a lado como limpiadores de parabrisas: no exagero. Segundos después, que parecieron horas, las sacudidas cambiaron de sentido: ahora el edificio se movía de arriba a abajo, en violentos espasmos trepidatorios que parecían querer tirarnos de los asientos. Tengo fresca la imagen de las butacas que estaban enfrente de mi: a pesar de que todos los asientos estaban ocupados, la hilera completa saltaba – con todo y sus ocupantes – separándose varios centímetros del suelo.
Dos minutos y medio; eso es lo que duró el terremoto de ese día (vendrían después varias réplicas). Para nosotros fue una eternidad. No recuerdo que alguien perdiera completamente el control, pero es obvio que el nerviosismo y el miedo estaban presentes. Abandonamos el auditorio, a decir verdad con bastante orden. Algunos nos quedamos hasta el final, esperando a que primero salieran las mujeres. Al bajar las escaleras notamos varios daños: las paredes agrietadas, numerosos plafones en el suelo, las escaleras en mal estado; y aunque después supimos que hubo incluso varios desperfectos en los quirófanos, nunca pudimos haber imaginado la magnitud de lo que había ocurrido en otros lugares.
En menos de tres minutos el Distrito Federal, el país y los mexicanos cambiamos para siempre. Puedo afirmar que esa experiencia marcó mi vida, y doy gracias a Dios de no haber vivido ni la milésima parte de lo que sufrió tanta gente. 10,000 muertos, más de 40,000 lesionados y 150,000 damnificados; 5,000 desaparecidos y más de 5,700 millones de pesos en pérdidas por las 30,000 estructuras destruidas y más de 70,000 edificios dañados conforman una pequeña muestra de la numeralia de ese terrible acontecimiento.
La contraparte, loable y digna de resaltar, pero tan lamentablemente insuficiente, fue la solidaridad de nuestro pueblo que, como en las Fiestas de San Juan, olvidaron su condición social, se subieron las mangas de la camisa y formaron interminables filas de voluntarios, respondiendo a la emergencia mucho antes de que lo hiciera un gobierno pasmado, rendido, inmóvil. Casos como los más de 4,000 rescatados con vida, aún después de varios días, como los recién nacidos considerados casi un milagro por el tiempo que permanecieron bajo los escombros; o mi primo-sobrino-casi hermano José Alberto (Beto), que por poco pierde la vida bajo los escombros del edificio de Ginecología del Hospital General de México, y que por fortuna desde hace treinta años celebra su segundo cumpleaños cada 19 de septiembre, permitieron que la esperanza no muriera, a pesar de que la naturaleza nos puso de rodillas. El terremoto pasó en menos de tres minutos, pero sus sacudidas llegan hasta nuestros tiempos.
Escenas, muchas; historias, interminables. En brigadas, organizadas por la Universidad Anáhuac ayudamos a movilizar escombros y a extraer personas – o restos de ellas – de los edificos derrumbados, cuyos despojos, ya sin forma, se apilaban en montañas de cemento, vidros, madera, miles de papeles y varillas retorcidas de varios metros de altura. La Ciudad parecía haber sufrido un ataque aéreo; las escenas de bombardeos en la segunda guerra mundial parecían cobrar vida en nuestras calles. Solamente quien estuvo ahí sabe que lo que digo es cierto.
Este espacio no da para contar todo, porque hay tanto que contar, así que seguramente dedicaré otras publicaciones a este tema; sin embargo, quiero compartirte uno de los momentos que me afectaron en lo más hondo, y es cuando al entrar con algunos compañeros al área de urgencias de la Cruz Roja de Polanco, escuchamos el grito desgarrador de un niño, por cuyo tono de voz calculo que no tenía más de siete u ocho años -«¡no me quiero morir; no me quiero morir!»- No supe qué fue de él, pero espero que el Cielo lo haya escuchado.
Estimado Salvador:
Ese día y a esa hora yo estaba esperando que la Combi partiese del sitio de San Ángel para trasladarme a Tlalpan y San Fernando. Era pasante de servicio social. Por la tarde, de sur a norte por Insurgentes, rebasé la frontera: el Viaducto. A partir de ahí entramos en «territorio comanche», como diría Arturo Pérez-Reverte. Y era justo así, como tú lo describes. En el Monumento a la Revolución se organzaban ayudas y se recibían peticiones por radio: ¡una sierra eléctrica para separar a una víctima de su extremidad superior sepultada y atrapada por los escombros! Por la noche, descendí al sótano del edificio de la Delegación Cuauhtémoc y pude ver pilas de cadáveres. Terminamos de organizar un albergue en la Colonia Guerrero y salimos en un Ruta 100 a recoger personas que vagaban por las calles. ¡Nunca lo olvidaré!
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Gracias Luis, por compartir. ¡Imagina la riqueza de historias que se han construido desde entonces!
Abrazo
Salvador
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