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Atrapada por la revolución del conocimiento de lo cada vez más pequeño, la práctica de la medicina parece alejarse irremediablemente de sus fundamentos y objetivos primordiales.

Nunca como ahora se ha conocido tanto del ser humano y las enfermedades que le aquejan: pasamos de la intuición a la comprobación de maravillas antes ocultas a nuestros ojos; hemos descifrado nuestro mapa genético y conocemos la estructura microscópica de virus y bacterias, pero en esta carrera vertiginosa del saber frecuentemente sacrificamos al que debe ser protagonista y destinatario de dicho conocimiento: el paciente.

Tomo un par de párrafos del libro The lost art of healing, del Dr. Bernard Lown:

“…Difícilmente pasa un día sin un avance científico importante. Muchas de las enfermedades anteriormente fatales son ahora curables. La gente vive más tiempo y más saludablemente que nunca; sin embargo, la insatisfacción de los pacientes con los médicos nunca ha sido más evidente. Aún cuando los médicos cada vez son más capaces de curar las enfermedades y prolongar la vida, el público se ha vuelto sospechoso, desconfiado, receloso e incluso antagónico a la profesión…»

“…La profunda crisis de la medicina está relacionada sólo parcialmente con los costos excesivos, ya que el problema trasciende lo económico. Desde mi punto de vista, la razón básica es que la medicina ha perdido su rumbo, si no es que su alma. Un pacto implícito entre médico y paciente, santificado por milenios, está rompiéndose…”

Considero que la trampa está en considerar a la medicina exclusivamente como una ciencia, constituida por un conjunto de conocimientos objetivos y verificables sobre una enorme diversidad de temas altamente complejos.  En la ciencia, la observación y la experimentación metódica y sistematizada son tan indispensables como la formulación y verificación de hipótesis que expliquen no únicamente un síntoma, sino un padecimiento (o varios padecimientos) en su conjunto.  Sustituimos a la persona por un simple e impersonal sujeto de estudio.

La medicina es ciencia, sí, pero también es arte: lo es cuando el médico toma sus conocimientos, el contexto del paciente, sus antecedentes, características, miedos y aspiraciones; cuando observa, palpa, escucha y con todo ello forma una urdimbre en la que el telar arrojará un lienzo completo y multicolor que le permite comprender no sólo el síntoma sino también al enfermo.

El buen médico tiene la habilidad de recrear y construir, a partir de la narración que hace el paciente de su padecimiento, aquello que le permite tomar decisiones adecuadas, tanto diagnósticas como terapéuticas. No importa que se trate del mismo padecimiento: cada paciente lo vive (y sufre) distinto; cada uno lo describirá a su manera y tendremos múltiples, cientos de versiones diferentes de un mismo mal que nos obliguen a permanecer alerta y actualizados.  Incluso nosotros no somos los mismos en todo momento: nuestra disposición, estado anímico, concentración y manera de interrogar cambian con frecuencia; dejaríamos de ser humanos si así no ocurriera.

En mi opinión, la única manera de impedir que la medicina pierda su alma es, en primer término, fomentar entre nuestros alumnos el arte de escuchar y cultivarlo nosotros mismos.  Saber escuchar no se logra mas que escuchando, y los pacientes están deseosos de que eso suceda.

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