La vida se nos va en 12 campanadas y nos regresa en forma de uva, en un círculo perfecto; ciclos que se abren y se completan en un baile interminable
Los rituales tienen que ver con transformación; la esperanza de pasar de un estado o condición determinada a una mejor. Lo mismo que cuando nos casamos, cuando damos el último adiós a un ser querido o cuando recibimos en sociedad a una quinceañera, la costumbre de despedir el año que termina comiendo una uva por cada tañer de las campanas está cargada de simbolismos y este deseo de cambiar, prendido del recuerdo de los que ya no están pero siguen con nosotros; expectantes por lo que vendrá y lo que traerá consigo. Debo admitirlo, por diversas razones – algunas escondidas en el subconsciente del niño que fuí (y que aún soy) – estas fechas me conmueven profundamente.
La vida se nos va en 12 campanadas y nos regresa en forma de uva, en un círculo perfecto; ciclos que se abren y se completan en un baile interminable. 12 propósitos, muchos de ellos reciclados de años anteriores: comer menos pero mejor; leer más y alejarme de los elevadores; tomarme menos en serio pero quererme más.
Este año traerá, estoy seguro, muchas buenas noticias: mi hija mayor en su segundo año de licenciatura, el segundo que comenzará su carrera, y el más pequeño de los tres que ingresará a la preparatoria; 24 años de un matrimonio como los que hay muy pocos, casado con una mujer como las que cada vez hay menos; y mi primer medio siglo de vida: comenzaré entonces el camino de regreso, en un sendero que espero sea lo suficientemente largo como para cumplir por fin mis propósitos, crecer como persona, como esposo, padre y profesionista; disfrutar más a mi familia y conocer, si Dios quiere, la dicha de ser abuelo.
Brindo por la vida, que ha sido buena conmigo.