Las enseñanzas de Don Salvador
Se acercaba directo a nosotros, y no dejaba de vernos; – ¿qué nos va a hacer? – pensé.
Ese sábado fue distinto a los demás. Tendría 9 o 10 años y mi papá me llevó a su trabajo. En ese entonces era gerente de una compañía que elaboraba material para redes de agua potable. Tenía que atender algunos pendientes y dejó que le acompañara. Mientras él hablaba con uno de sus empleados, por alguna razón miré hacia una gran nave en la que almacenaban tubería. Ahí fue cuando apareció: casco, lentes protectores; pero lo más impresionante, lo que más me asustó, fue verlo casi completamente cubierto de grasa y ese color, entre amarillo y naranja, tan común en la materia prima que empleaban. Quizás no era muy alto, tal vez ni siquiera fornido, pero a mis ojos sorprendidos de niño me pareció un monstruo fantástico. Mientras más cerca él, más entre las piernas de mi padre yo. Cinco pasos, cuatro, tres…
– ¡Mira mijo, te presento a Juan, un compañero de trabajo! – y voló la mano, ya sin guante, de Juan para encontrarse con la de mi padre en un buen apretón.
Tal vez ese fue mi primera lección de humildad: no era su empleado; Don Salvador no era su jefe, eran compañeros. Lo llamó por su nombre y no le importó ensuciar su mano, su camisa o traje; aunque distintos, eran lo mismo: responsabilidades y papeles diferentes, pero un mismo equipo. Mi padre no buscó humillar a su empleado, mostrar «su posición»; no buscó aparecer grande y magnífico ante mis ojos, aunque con lo que hizo fue precisamente lo que logró.
¡Bravo! Me emocionó.
Me gustaLe gusta a 1 persona