En mi casa siempre hubo libros, muchos libros. Mi padre fue un autodidacta decidido y metódico
Desde siempre he tenido un gusto especial por la lectura. No importa el tema, el estilo o el autor: si lees, aprendes y creces como persona.
De niño fui un insaciable devorador de comics. Recuerdo que esperaba ansiosamente a que llegara el viernes, día que mi madre me daba un poco más de dinero para el lunch (en una época en que con cinco pesos uno podía comprar un Boing, una torta y un par de dulces). No me importaba sacrificar parte de mi fortuna para adquirir por lo menos un ejemplar de Archie, Superman, el Sorprendente Hombre Araña, Batman, el Chapulín Colorado o Borjita. En sus páginas hice tonterías con Torombolo, atrapé al Guasón y padecí los estragos de la criptonita: ¿quién podrá defenderme?
Después de un tiempo conocí MAD, y me volví aficionado a su sátira, humor negro, chistes simplones y crítica social. Me encantaban las caricaturas de personajes reales, tan bien logradas cuando en sus páginas hacían la versión paralela de alguna película o serie de televisón. Sus ilustraciones fueron modelo para mis ejercicios de dibujo; habilidad que logré desarrollar bastante bien en esa época. Ni qué decir de la imaginación y chispa de Calvin y Hobbes, Mafalda o Astérix y Obélix, cuya colección completa aún conservo.
Cualquier estilo era bienvenido, y me sobraron oportunidades para ampliar mi repertorio. La peluquería, por ejemplo, era un espacio fabuloso para tener en mis manos todo tipo de publicaciones. Ahí conocí las revistas Proceso y Siempre!; también a Memín Pinguín, Kalimán, Rius y La Familia Burrón. Toda historia, por fantástica e inverosímil que fuera, despertaba mi imaginación y me transportaba a vivir las aventuras con los protagonistas.
En mi casa siempre hubo libros, muchos libros. Mi padre fue un autodidacta decidido y metódico. A pesar de no haber concluido el tercer año de primaria fue exigente en su preparación; lo que se podía percibir en las enciclopedias, diccionarios, manuales, cursos de autoaprendizaje, ventas y tomos de historia que llenaban los estantes. A sus 77 años, dedicaba dos horas diarias a estudiar inglés con apoyo de un método de auto-aprendizaje.
Entre todo lo que tuve a mi alcance, lo mejor fue una enorme e interminable colección de Selecciones del Reader’s Digest, que comenzaba con números publicados en 1952. De tan grande, mi padre la guardaba en un pequeño estudio que tenía en el jardín, en el que el silencio y olor a libro viejo lograban hacerte sentir en un espacio sagrado, detenido en el tiempo, en el que toda historia se hacía viva entre renglones. La Sección de Libros, los artículos de espías, las anécdotas e incluso la sección de chistes de esa revista llenaron de entretenimiento y fascinación mis horas de juventud.
Puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que Selecciones del Reader’s Digest influyó no sólo en mi pasión por la lectura, sino en mi vocación de médico. Sus artículos relacionados con temas de salud; los testimonios de vida de grandes médicos, narrados vívidamente; así como la sección dedicada – mes tras mes – a un órgano específico («Soy el hígado de Juan», p.ej.) lograron que me interesara en el misterioso y desafiante cuerpo humano, en el universo de las bacterias, los quirófanos y el arte de curar.
Mis primeros libros de medicina fueron aquellos que promovía la revista. Sólo había que colocar un cupón en el correo para recibir en casa, en un par de semanas, el ejemplar en cuestión. Yo hacía el pedido a espaldas de mi padre quien, a pesar disgustarse cuando me descubría al recibir las fichas de pago correspondientes, siempre fue generoso al permitirme conservarlos. Supongo que no entendía del todo qué tenía que hacer un niño de 12 años con un libro de primeros auxilios o remedios caseros, pero siempre privilegió y apoyó mi deseo de aprender por encima de la molestia que, seguramente, le representaba pagar las mensualidades de mis compras: lo veo ahora más claro que ayer. Gracias papá.
Así es como desde entonces he tenido de amigos, complices y maestros a Octavio Paz, García Márquez, Edmond Rostand, Shakespeare, Gibran, Taylor Caldwell, Noah Gordon, Julio Verne, Mark Twain, John Grisham, Stephen King, Armando Fuentes Aguirre, Julia Navarro, Ken Follet, Isabel Allende, Umberto Eco, Santiago Posteguillo, Borges, Benedetti, Neruda, Galeano y tantos autores, tan entrañables como extraordinarios, que han logrado que en mi vida no haya ni una hora de soledad.
Como diría Javier Martínes Staines, buen amigo, mejor escritor: de tinta somos. ¿Sabes qué?; de libros también.
Inolvidables esas MAD.
La lectura, un placer inigualable.
Y otro, es el leerte, amigo.
Saludos.
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Gracias, querido Sensei. Lo mismo digo. Aprecio que me visites y dediques tiempo a comentar.
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Salvador:
Supongo que sabrás que en esto, como en tantas otras cosas importantes, estoy plenamente de acuerdo contigo. Sólo cambian los personajes de algunos de los cómics. Como niño en aquella España de entonces (incluso en la de ahora), allí rifaban mucho Tintín, Ásterix (celebro que conserves la colección completa), Mortadelo y Filemón, el Profesor Franz de Copenhage, Josechu el Vasco, Eustaquio Morcillón y Babalí, el Capitán Trueno, Carpanta, Zipi y Zape, Pepe Gotera y Otilio, el Gordito Relleno, la Rue 13 del Percebe, Rompetechos, etc., etc. etc. Esos mismos y otros han leído nuestros hijos y son la semilla que fructifica en lecturas posteriores más (por decirlo de algún modo) «formales».
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Gracias, querido Amigo (así, con mayúscula). Como buen devorador de libros que eres, sé que ellos son tus compañeros cotidianos. Un abrazo.
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