El sueño terminó y dio paso a la pesadilla: Menos de dos horas pasaron entre el primer impacto y el colapso de ambas torres
Julio de 2011. Desde Elli Island la vista era espectacular. Hacia un costado, no muy lejos, la señora de la antorcha en la mano, recibiendo elogios, destellos de cámaras fotográficas y miradas de asombro. No hace tanto que recibió los hurras y las lágrimas de agradecimiento y esperanza de inmigrantes que por miles buscaron construir sueños, hogar y futuro en los Estados Unidos. Al frente, majestuosas, las Torres Gemelas; así, con mayúsculas: Imponentes moles de más de 110 pisos en 400 metros de altura que se erguían llenas de luz, orgullosas e inalcanzables, como si no hubiera duda – y no la había – de que eran no sólo el elemento más sobresaliente del World Trade Center, sino del poderío económico mundial.
La historia del World Trade Center dio inicio en 1939, durante la Feria Mundial celebrada en Nueva York, en la que se propuso como iniciativa para promover y preservar la paz por medio del comercio entre las naciones. En 1959, David Rockefeller retomó la idea y comenzó a planear la construcción de un gran complejo que, además de hacer realidad el sueño, lograra activar la economía de la parte baja de Manhattan. La construcción comenzó entre 1966 y 1967; concluyó en 1973. En ella, participaron más de 10,000 trabajadores (durante la construcción fallecerían cerca de 70 obreros). El complejo, cuya inversión fue de poco más de 15 mil millones de dólares, estaba formado por siete construcciones; aunque las consentidas siempre fueron las gemelas, que en su momento fueron los edificios más altos del mundo.
Para tener una idea de las dimensiones de las torres, baste decir que el concreto empleado para su construcción hubiera permitido pavimentar una banqueta desde Nueva York hasta Washington; que en ellas se instalaron más de 43,600 ventanas; 19,312 kilómetros de cables eléctricos o que se requirió de dos aviones de grandes dimensiones para derribarlas. El sueño terminó y dio paso a la pesadilla: Menos de dos horas pasaron entre el primer impacto y el colapso de ambas torres, llenando al mundo de indignación, desconcierto y miedo. 11 de septiembre: La sensación de inseguridad y vulnerabilidad fue total.
Aparte de las incontables lecciones sobre la naturaleza de la condición humana que surgieron con esta tragedia, y de los evidentes efectos que el ataque tuvo en todo el mundo, también las hay para reflexionar sobre la vida de las organizaciones (incluso la familia, como la más importante): Es más fácil destruir que construir.
El sueño de cientos (¿miles?), el esfuerzo, los recursos, los años para edificar son nada cuando unos cuantos deciden echarlo abajo; además no se requiere demasiado tiempo. Lo mismo ocurre en las empresas, instituciones públicas, agrupaciones, etc. Un puñado de terroristas (que también los tenemos) puede acabar con el prestigio, la imagen, los logros de la mayoría que intenta cumplir con su trabajo y agregar valor a todo lo que hace. En la casa, en nuestra empresa, en nuestra dependencia de gobierno, en nuestra clase política y la sociedad toda; en todo grupo de trabajo resulta imprescindible identificar a quienes ponen en riesgo el avance y logro de metas, atentan contra la integridad del grupo o se empeñan en oponerse sistemáticamente a la innovación y transparencia, en aras de mantener prebendas, privilegios y ventajas. Hay dos caminos: Se les sensibiliza y convence, o se les inhibe y separa. Lo impensable es mantenerlos dentro.
Incluso a nivel individual, la vulnerabilidad es total. Años de esfuerzo en construir y cimentar una reputación profesional se pueden ir pique en un instante. Así ocurre con los médicos. La mutua desconfianza que está en la raíz de nuestras relaciones sociales se ha agravado en los últimos años. Destruir puede ser un buen negocio.
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¡Cierto!
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