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A los 11 años no piensas en médicos y enfermedades; no tendrías por qué hacerlo

1986.  Como parte de las actividades programadas en la materia de Introducción a la Práctica Clínica debíamos realizar guardias nocturnas en distintos hospitales. Uno de ellos, un hospital muy antiguo en la Colonia Escandón del Distrito Federal, fue el escenario de un acontecimiento que me impactó profundamente en mis primeros años como estudiante de medicina.

Ya entrada la noche se presentó al servicio de urgencias una mujer acompañada de una niña.  Ambas de un nivel socioeconómico bajo; lo que se podía inferir por la ropa sucia y desgastada, los pies descalzos y sucios. Las dos con el cabello hecho una madeja interminable que parecía pelear consigo misma. La mujer, que resultó ser la abuela, con el ceño fruncido.  En su cara se dibujaba pena, pero también enojo; quizás frustración.  La niña, sumamente ansiosa pero pasiva; sus ojos grandes, con pupilas aún más grandes; la mirada perdida, como viendo lo que nadie más podía ver. La piel pálida, casi transparente, muy probablemente como resultado de una anemia crónica; aunque apuesto que también por el miedo que sentía al verse rodeada, observada.  Encorvada sobre sí misma, como escondiendo algo, nunca dejó de abrazar su vientre entre evidentes espasmos de dolor, aunque no derramó una lágrima.

Más rápida que claramente la abuela explicó al médico a cargo que la niña estaba embarazada, que tenía mucho dolor y que “seguro estaba perdiendo al chamaco”.  Mencionó que esa molestia no era nueva, que iba y venía frecuentemente en los últimos meses, pero que en las últimas semanas había sido particularmente difícil de controlar. Dirigiendo una mirada de reproche a la niña dijo que   «la muy canija no había querido decir quien era el padre», y que por eso la habían corrido de su casa; que desde entonces era ella quien se hacía cargo, pero no había rezos o remedios caseros que lograran mejorarla, por lo que decidió llevarla al hospital.

Todo ese tiempo la niña permaneció en silencio, como ausente.  También lo estuvo cuando el médico la exploró brevemente, por no decir superficialmente.  A los 11 años no piensas en médicos y enfermedades; no tendrías por qué hacerlo; pero ahí estaba esta niña, a la que llamaré Maria, con la mirada en el techo, el abdomen descubierto y el alma quien sabe donde.  La exploración también reveló que María tenía fiebre, hipotensión arterial y una frecuencia cardíaca anormalmente alta.  Lo único generoso era el abdomen, grande e indurado, que resultaba aún más llamativo porque ella estaba en los huesos.

Con actitud de autosuficiencia y arrogancia el médico dio su veredicto: «La niña está embarazada» – dijo -, «no escucho el latido cardiaco del producto ni siento sus movimientos, por lo que seguramente murió: Debemos operar».  Fuera de la abuela, que parecía orgullosa al confirmar su diagnóstico, toda la habitación quedó en silencio; alumnos y enfermeras nos mirábamos con sorpresa.  No puedo omitir decir que siempre tuve la impresión de que el médico se había hecho uno con la abuela; pero no en cuanto a la preocupación por saber qué ocurría con ella, sino en la crítica y desaprobación.  Después de todo ¿en dónde estaba la dignidad de una niña que ni siquiera había comenzado a menstruar y ya se había dado tiempo para disfrutar de los placeres de la carne, burlando la vigilancia familiar?

La cirugía, a decir del médico, debía realizarse urgentemente – «no hay tiempo para estudios, debemos intervenirla cuanto antes».

Así es que María pasó a quirófano.  Como alumnos, nuestro entrenamiento consistía en acompañar a los médicos en sus diferentes actividades a lo largo de todo el proceso de atención, y eso incluía observar de cerca los procedimientos quirúrgicos: «Ver para aprender».

El médico que recibió a María le llamó a un Ginecólogo, que tardó cerca de una hora en acudir al hospital.  Con no muy buena cara, por cierto, pidió un «rápido resumen» del caso; después de todo era la madrugada del sábado, día que además resultó ser festivo nacional. Quizás si resolvía aquello a la brevedad podría regresar al festejo. Claro que esto no lo dijo, pero el lenguaje no verbal fue más que elocuente.

Se realizaría una operación cesárea para extraer al bebé muerto, limpiar y revisar la cavidad uterina.  Seguramente María requeriría, además de transfusiones por la anemia severa, antibióticos para controlar el «severo cuadro infeccioso».

Después del laborioso – y siempre fascinante – ritual que debe seguirse para comenzar una cirugía, el Ginecólogo y su ayudante realizaron rápidas incisiones en la piel y músculos del vientre abultado de María.  Movimientos mecánicos pero precisos en una rutina que habían repetido ¿cuántas veces?, ¿mil, quizás?

En eso estábamos cuando una exclamación inesperada llenó la habitación;  la llenó con la misma intensidad con que la sangre inundó el campo quirúrgico.  El grito del Ginecólogo puso a todos en alerta y centró nuestra atención en aquello que lo produjo: De la incisión que el cirujano hizo en el útero salía un chorro de sangre espesa, con una presión tal que al inicio produjo un borboteo difícil de describir. Además el quirófano quedó impregnado de una fetidez indescriptible, cuyo origen – era evidente – provenía del vientre de María.  Caos y desesperación.  María, lívida; ausente por la anestesia pero más presente que nunca.

La hemorragia cedió un poco pero no lo suficiente; el médico amplió la incisión.  Introdujo su mano dentro del útero (en el pequeño cuerpo de esa niña de 11 años) con desesperado afán; «el bebé» – pensé – «¿en dónde está el bebé?»  No hubo tal.  No hubo engaño o complicidad; María no ocultó «el nombre del padre», porque nunca existió.  María sí había menstruado; lo había hecho durante quién sabe cuanto tiempo, pero todo quedó entre ella y su cuerpo porque tuvo la desgracia de tener el himen imperforado y desarrollar una condición médica llamada hematocolpos.  Ahí quedó el juicio acusador de la familia, de los médicos.  Ahí quedó la impericia, la prepotencia y la falta de calidez humana de «los expertos»; y ahí quedó María, rota.

Después de varias horas en quirófano la niña se hospitalizó en condiciones muy lamentables.  Le fue realizada una histerectomía: Así es, la niña que había sido acusada de estar embarazada en realidad nunca sería madre.  Supe que permaneció en el hospital poco más de tres semanas. La abuela nunca volvió; jamás la visitó algún amigo o familiar.  Como todo en la vida, nuestra rotación concluyó y regresamos a casa; desconozco si María pudo hacerlo.

Un pensamiento en “La niña rota

  1. ¡Cuántas historias como esta en donde la ignorancia, la incomprensión, la miseria y la indiferencia de los médicos destruyen para siempre la vida de los seres humanos!

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