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Es evidente que la institucionalización de la medicina tiene beneficios, pero es innegable que tiene también  fallas enormes y grandes desafíos que afrontar

Mi primer trabajo como neurólogo, al concluir los estudios de especialidad, fue en el Hospital General de Zona #29 del IMSS, ubicado en San Juan de Aragón, en el Distrito Federal.  Era un hospital no muy distinto a tantos hospitales públicos, localizado en una zona altamente poblada, con importantes problemas sociales. Con cierta frecuencia algún paciente no acudía a consulta y, si corría con suerte, me contaría semanas o meses después que lo habían asaltado o acuchillado camino al hospital.

Como todo recién egresado del Hospital de Especialidades del Centro Médico Nacional Siglo XXI, incorporarme a la vida laboral representó enfrentarme a una realidad que no viví durante mi entrenamiento como especialista: pasé de contar con las mejores instalaciones, equipamiento, medicamentos y todo tipo de recursos, a trabajar con lo mínimo indispensable, en un ambiente saturado, un hospital viejo, con poco mantenimiento y por lo menos 23 pacientes que atender en consulta externa, sin contar las urgencias y los pacientes hospitalizados con problemas neurológicos. Todo debía ser resuelto en seis horas y media de jornada laboral: una locura.

Mi contrato era temporal, para cubrir la ausencia del neurólogo del hospital que se encontraba en un juicio por despido desde hacía medio año. Lo bueno: si el médico perdía el juicio podría obtener una plaza definitiva como especialista. Lo malo: en seis meses de ausencia, la cantidad de pacientes rezagados (y por lo tanto furiosos por el diferimiento de su atención) era enorme. Lo inevitable: presentarme a trabajar treinta minutos o una hora antes de mi hora oficial de entrada para leer, a toda velocidad, los expedientes (muchos con varias decenas de hojas) de mis pacientes para conocer su caso, elaborar un pequeño resumen que me permitiera preguntar lo indispensable Durante la entrevista y dedicar algunos minutos a la exploración; tan importante para el médico, tan necesaria para el paciente, tan catártica para ambos. Obvio decir que todo tenía que hacerse a mano, por no contar con máquina de escribir o computadora (¡ni en sueños!).

Llamaré Rocío a la paciente de la que voy a hablar. Ocho años con cefalea (dolor de cabeza) prácticamente diaria, a todas horas, con poca o nula respuesta al tratamiento con  analgésicos. Había pasado por un divorcio y la muerte de un hijo varios años atrás.  Las notas de su expediente eran tan sorprendentes como ofensivas: unos cuantos renglones con prácticamente ninguna información útil y sin reporte de exploración física, cuya justificación (¡hecha por un supuesto neurólogo!) era «no contar con enfermera durante la consulta, por lo que por respeto al pudor de la enferma se pospone la revisión».  Para irse de espaldas.

Terminé de revisar a Rocío: apenas lo necesario para descartar alguna causa importante del dolor, aunque por las características de su padecimiento estaba bastante seguro de que se trataba de un problema tensional.  Comencé a escribir los hallazgos cuando de reojo noté que la paciente buscaba apresuradamente algo en su bolso. Al levantar la mirada me percaté de que estaba limpiándose las lágrimas con un pañuelo, mientras sollozaba discretamente. – ¿le duele mucho? – pregunté; – no doctor, lo que pasa es que tengo mucho en esta consulta y en tres años es la primera vez que me revisan; no se alarme, estoy llorando de emoción

Es evidente que la institucionalización de la medicina tiene beneficios, pero es innegable que tiene también  fallas enormes y grandes desafíos que afrontar.  Nuestras áreas de consulta externa son gigantescas e ineficientes líneas de producción. La carencia abunda y los pretextos para dejarnos vencer por el hartazgo están por todos lados. Es nuestra decisión permitir que nuestra vocación se convierta en un trabajo, en una carga o en una fuente de frustraciones que nuble nuestro entendimiento, congele nuestro corazón y nos lleve a olvidar que nuestra misión es confortar a nuestros pacientes y, en el mejor de los casos, ayudarles a recuperar su salud.

3 pensamientos en “«En tres años, es la primera vez»

  1. Pidamos que nunca se termine nuestro entusiasmo (tener a Dios adentro) y que tampoco se agote nuestra capacidad de indignarnos ante tantas injusticias.

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