Por este modelo de hombre (esposo, padre) con el que crecí es que no logro comprender, me enfurece y lastima tanto la violencia contra las mujeres
Aprendí desde pequeño que a la mujer se le respeta. Mi padre no se andaba con rodeos para educarnos al respecto; no había negociación o concesión posible: la mujer estaba por encima de todo. Lo anterior quedó más que claro cuando en tercero de primaria recibí dos invitaciones para acudir a sendas fiestas de cumpleaños. Uno de mis mejores amigos y otra compañera de salón (con la que, por cierto, no convivía mucho) celebrarían el mismo día. Como era de esperarse, pedí permiso para acudir a la casa de mi amigo; sin embargo, mi padre se enteró de la otra invitación y fue precisamente esa la que me permitió aceptar. Cuando intenté convencerlo de lo contrario fue tajante: – «a una mujer no se le hace esperar, no se le desprecia; y menos si ella fue la primera en entregarte la invitación» – (así fue).
Mi padre era respetuoso y galante con las mujeres; sobre todo con mi madre. Recuerdo como si hubiera ocurrido ayer cuando pidió mi autorización para «besar a la novia», refiriéndose a ella mientras la abrazaba tiernamente en uno de sus aniversarios de boda. A mis escasos 10 años me pareció un gesto tan sorprendente como conmovedor. Por este modelo de hombre (esposo, padre) con el que crecí es que no logro comprender, me enfurece y lastima tanto la violencia contra las mujeres; fenómeno que crece y destruye nuestra sociedad como el fuego.
Hace unos días visité con mi familia algunos museos de la Ciudad de México. Encontramos en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) una exposición que consiste en cientos de tarjetas de color rosa colocadas, mediante pinzas para colgar ropa, en mamparas hechas de alambre. Las tarjetas muestran las respuestas que un mismo número de personas, predominantemente mujeres, hace a varias preguntas sobre el acoso sexual. Se hace un nudo en la garganta al leer el testimonio corto pero contundente de quienes afirman haber sufrido su primera experiencia de acoso a los seis o nueve años de edad, muchas de ellas incluso por parte de sus propios padres o familiares cercanos; o el de la adolescente cuya solución para evitarlo ha sido vestirse con ropa holgada, pashminas y abrigos «para ocultarse». La decisión de mostrar los testimonios en una especie de tendedero recuerda uno de tantos estigmas que acompañan a la mujer, cuyo papel – según la mente torcida de muchos – debe limitarse a cuidar de la prole y realizar labores domésticas.
La violencia contra las mujeres tiene muchas expresiones y terribles consecuencias. México es un país violento. No hablo sólo de lo evidente, lo mediático, lo que aparece en la sección policíaca de los periódicos o la nota roja del noticiario nocturno; y, por supuesto, no hablo de la violencia que distingue a los grupos criminales, ya sean del Estado o de la delincuencia organizada. Me refiero a la violencia cotidiana, la que crece lenta pero irremediablemente en nuestras familias; de aquella que de tanto vivirse (sufrirse) deja sin defensas a la víctima, sin recursos para evitar dejarse querer a bofetadas; de la que aprendemos en casa, toleramos en el noviazgo, dejamos crecer en el matrimonio y con la que destruimos a nuestros hijos; en una sociedad en la que incluso los que podrían o deberían hacer algo prefieren voltear la mirada. Ya basta; debemos entender que ninguna sociedad tiene futuro mientras continuemos sobajando a la mujer.