– “ya no le reconozco, doctor; no es el hombre con el que me casé” – decía la esposa entre sollozos
Una noche, mientras me encontraba de guardia durante mi último año de formación como neurólogo, me solicitaron la revisión de un paciente en el área de consultorios del servicio de urgencias. Como jefe de residentes, tenía la responsabilidad no sólo de resolver las diferentes situaciones que se presentaran en el servicio; también debía guiar el aprendizaje de los médicos residentes a mi cargo, tanto de neurología como de otras especialidades; así que acudimos al llamado.
Para llegar a los consultorios debíamos pasar por el área de observación, en donde el personal de urgencias mantenía a los pacientes que necesitaban tratamiento inmediato, así como a quienes estaban pendientes de hospitalizarse, referirse a otro hospital o ser dados de alta a su domicilio. Ahí fue donde le conocí: en medio del pasillo, un hombre de aproximadamente 60 años, las cuatro extremidades sujetas a la camilla, sumamente inquieto, gritando improperios y sacudiéndose violentamente mientras intentaba liberarse de sus ataduras. A su lado, abatida, su esposa; llorando, inconsolable, con los ojos grandes como platos.
El cuadro era tan aparatoso que, aunque no era el paciente por el que me llamaron, me detuve para conocer del caso. Una de las enfermeras me dijo que hacía unos minutos el paciente había sido diagnosticado con esquizofrenia, y que estaban esperando la llegada de una ambulancia para trasladarlo a un hospital psiquiátrico: caso cerrado. La esposa se acercó para conocer mi opinión; así que para poder responder le hice algunas preguntas.
El problema inició dos semanas antes, de manera inesperada; cuando de la nada, sin antecedentes de relevancia, signos de alarma o cualquier otro síntoma identificable el paciente comenzó a quejarse de cefalea (dolor de cabeza) y gritar palabras soeces durante la comida, haciendo insinuaciones de índole sexual a la esposa en presencia de sus hijos; – “ya no le reconozco, doctor; no es el hombre con el que me casé”- decía la esposa entre sollozos; –“sólo está tranquilo cuando mis hijos logran sujetarlo, obligándolo a permanecer recostado por largo tiempo; pero basta con que le permitamos sentarse o ponerse de pie para que, después de algunos minutos, vuelva a ponerse agresivo: ¡grita obscenidades e incluso se le ha insinuado a su propia hija!” – dijo la esposa, desesperada. – “Es cierto, doctor, el señor estaba tranquilo hasta que trajeron su comida: levantamos la cabecera para que pudiera comer, pero después de 10 o 15 minutos arrojó la charola, comenzó a gritar, intentó bajarse de la camilla y golpear a un compañero” -; comentó una de las enfermeras que asistía al paciente.
Ahí estaba, pues, un hombre previamente sano, profesor jubilado; que siempre se distinguió por su lucidez, buenos modales y comportamiento respetuoso hacia los demás, convertido en una explosión de impulsos, completamente desinhibido y fuera de sí, con la libido al máximo; lo que evidentemente resultaba desconcertante.
Varias piezas del rompecabezas no parecían encajar en el diagnóstico de esquizofrenia: el inicio súbito, la cefalea y aparente ausencia de alucinaciones; incluso la edad del paciente pero, sobre todo, la supuesta mejoría en cuanto lograban mantenerlo completamente recostado; lo que, según pude enterarme después, había despertado el escepticismo y la burla sutil por parte de los médicos que establecieron dicho diagnostico.
Pedí al personal de enfermería que no le trasladaran hasta que yo regresara del área de consultorios (después de todo, el paciente que debía revisar seguía ahí). Asimismo, solicité que recostaran por completo al enfermo, manteniéndole así hasta mi regreso; lo que pude hacer aproximadamente 40 minutos después.
Lo que presenciamos al volver fue fascinante. Como si fuera el personaje principal de The Hulk o la versión hospitalaria, menos novelesca, de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, encontramos un paciente completamente diferente al que habíamos dejado minutos antes. Quien había requerido de varias personas para sujetarle, se encontraba ahora conversando tranquilamente con su esposa; sonriendo y tomando su mano. Quienes vivimos el caos que provocó momentos antes, no lo podíamos creer; sobre todo porque lo único que hicimos fue mantenerle recostado. Lo anterior dio la pauta para sospechar el diagnóstico, pero había que corroborarlo; así que solicitamos estudios de neuroimagen.
Sin entrar en detalles, podríamos decir que nuestra conducta depende de distintas estructuras cerebrales. Por un lado, tenemos aquellas que encuentran su origen en nuestros antepasados prehistóricos a partir de los que evolucionamos: el cerebro primitivo, en el que predominan los instintos; esa fuerza vital, irracional e involuntaria, encaminada a preservar la especie desde un punto de vista reproductivo y de supervivencia, como el impulso sexual, el miedo y la furia. Estas estructuras se agrupan predominantemente en el denominado sistema límbico, y se localizan en la profundidad de nuestro cerebro.
Como contraparte tenemos a la neocorteza o “corteza nueva”; estructuras o áreas desarrolladas más recientemente – evolutivamente hablando – y que nos hacen humanos; seres racionales que pueden comunicarse y vivir en sociedad, representadas principalmente por el lóbulo frontal. Podemos decir que el sistema límbico es el gran monstruo verde; y el lóbulo frontal, el científico que intenta controlarle: el demonio en nuestro hombro izquierdo, en eterna lucha con el ángel bueno en nuestro hombro derecho.
La resonancia magnética mostró la presencia de un cisticerco; larva quística de un parásito intestinal que tiene una alta afinidad por el cerebro, y que es muy frecuente en nuestro país. Nuestro cerebro tiene algunas cavidades comunicadas entre sí, denominadas ventrículos o sistema ventricular, en donde se produce y circula el líquido cefalorraquídeo. El quiste se encontraba en el tercer ventrículo; una estrecha cavidad en la línea media del cerebro. Por tener una densidad mayor a la del líquido cefalorraquídeo, cuando el paciente se ponía de pie o permanecía sentado, el cisticerco tendía a irse hacia el fondo del ventrículo, obstruyendo el drenaje del líquido e incrementando la presión dentro del sistema ventricular; lo que repercutía directamente en el funcionamiento de los lóbulos frontales provocando las manifestaciones ya descritas. Cuando el paciente permanecía recostado, el quiste se desplazaba dejando libre el paso del líquido, disminuía la presión y los lóbulos frontales volvían a ejercer su función inhibidora, regresando al paciente a la normalidad; lo que era una situación afortunada, porque el incremento progresivo de la presión intracraneana puede provocar daños irreparables y es potencialmente mortal.
Al día siguiente, los neurocirujanos extrajeron el cisticerco mediante un sencillo procedimiento quirúrgico. El paciente fue dado de alta 48 horas después, sin secuelas aparentes. Nunca volví a verle, pero estoy seguro de que pudo reintegrarse a su vida normal, aunque con amnesia de los eventos por los que estuvo a punto de ingresar a un hospital psiquiátrico y morir, probablemente.
De este caso, como de tantos que vemos a lo largo de nuestra carrera, puede aprenderse varias lecciones. Mencionaré las que me parecen más relevantes:
1. En ocasiones debemos dudar del diagnóstico preestablecido: hacerlo puede ser la única oportunidad de ayudar al paciente. Ellos confían en nosotros, pero no somos infalibles. No está de más formarnos nuestra propia opinión, reintentar armar el rompecabezas aunque otros lo hayan hecho antes.
2. Debemos confiar en nuestro instinto: si algo en nuestro interior nos hace sentir incómodos con un diagnóstico o con la explicación que se da a un caso determinado, debemos hacer caso y, en lo posible, reproducir la situación que parece desencadenar los síntomas; siempre y cuando no se ponga en riesgo al enfermo. El interés genuino por resolver los enigmas que acompañan a cada enfermo no únicamente agudiza nuestros sentidos y perfecciona nuestro criterio diagnóstico, también nos alimenta el alma.
3. No debemos desacreditar la narración que el paciente o su familia hace del padecimiento, por más descabellada que esta nos parezca. Dicho testimonio es invaluable para el análisis clínico. Si limitamos nuestro ejercicio médico a una mera recolección de datos para llenar criterios y clasificaciones, como si repasáramos una lista de cotejo o la lista de compras en el supermercado, sin escuchar lo que hay detrás y a un lado de dicha información (la otra historia clínica), nuestro diagnóstico, si no totalmente equivocado, por lo menos estará incompleto.
4. Esta carrera nunca deja de enseñarte y sorprenderte; pero es necesario darle la oportunidad de hacerlo: la rutina, el cansancio y la falta de objetivos pueden apagar nuestra vocación y convertirla en un trabajo, en perjuicio de nuestros pacientes.