La medicina no puede ejercerse a plenitud entre cuatro paredes; nuestro consultorio es demasiado pequeño para el universo contenido en cada enfermo(a)
Por enésima ocasión, Cristina está hospitalizada por descontrol de su epilepsia. Después de tres crisis convulsivas, logró ponerse en pie y salir de casa – sin que su esposo se diera cuenta – para tomar un camión y llegar al servicio de urgencias. Como es costumbre, el marido notará su ausencia un par de horas después; cuando no tenga algo más importante que hacer acudirá al hospital con la mejor cara de aflicción que pueda fingir; argumentará que Cristina no acepta cuidados y rechaza tomar su tratamiento: actuación digna de un Óscar. En el fondo, todos sabemos que es él quien le priva del dinero necesario, no sólo para comprar los anticonvulsivantes; sino incluso para satisfacer sus necesidades básicas de aseo y alimentación. Todo intento por sacarla de este círculo de violencia ha sido infructuoso: no le deja, no le denuncia; le acepta aunque le dañe.
Pablo es músico callejero; tiene diabetes. Debe andar por los 50. La enfermedad se ensañó con su vista: cataratas y daño en la retina de ambos ojos lo mantienen atrapado en las sombras. A pesar de ello, todos los días sale desde muy temprano con la guitarra al hombro y una andadera, para recorrer las calles en busca de algunos pesos que le permitan alimentar a su esposa y tres hijos; el más pequeño de los cuales, por cierto, encuentra muy divertido colocar objetos a su paso para hacerle caer aparatosamente. Lo mismo que Cristina, es visitante frecuente de nuestro hospital por descontrol de su padecimiento – «como lo que me regalan, doctor, y a la hora que se pueda; ¡ni pensar en seguir sus recomendaciones de dieta!» -. La lucha entre sus deseos de morir y el remordimiento que le provoca pensar dejar sola a su esposa continúa. Hasta ahora han vencido los segundos; pero quizás no sea así por mucho tiempo.
Olga tiene dos décadas con dolor de cabeza: le acompaña durante todo el día; desde que despierta hasta que el sol se pone, todos los días de la semana. A sus 62 años parece tener por lo menos 10 más; no es para menos: dos maridos; el primero murió por complicaciones del alcoholismo; el segundo «salió al trabajo» y nunca regresó, dejándola con cinco hijos. Uno de ellos vive (tal vez) en Estados Unidos; no sabe de él desde hace 15 años. El más pequeño murió en una riña callejera antes de cumplir 16; y otro más ha intentado suicidarse en dos ocasiones colgándose de la regadera: – «¡nomás porque los vecinos oyeron mis gritos y me ayudaron a bajarlo; si no, seguro se me muere!» -. Los dos hijos restantes «son buenos muchachos»; aunque Olga tiene serios conflictos con sus nueras – «porque se sienten las reinas de la casa, y ya hasta me sacaron de mi cuarto»-.
Cristina, Pablo y Olga no tienen padecimientos extravagantes: epilepsia, diabetes y cefalea (dolor de cabeza) son ampliamente conocidas y representan algunas de las principales causas de atención médica en México (y el mundo). Sitios de Internet, artículos médicos y libros de texto dan cuenta de los avances en el estudio y conocimiento de sus factores genéticos, las alteraciones bioquímicas y las opciones de diagnóstico y tratamiento; sin embargo, poco se encuentra sobre lo que ocurre en el mundo real, el que vive fuera de las vistosas y contundentes gráficas y tablas estadísticas que adornan dichas fuentes de información.
De acuerdo con la Secretaría de Salud, la diferencia en la esperanza de vida entre el municipio más pobre y el más rico de nuestro país es de 15 años. Ello quiere decir que por el simple hecho de no haber nacido en San Pedro Garza García, N.L., un niño de San Juan Tepeuxila, Oax. estará expuesto a mayores riesgos, tendrá menos oportunidades para desarrollarse en un ambiente saludable y, probablemente, morirá de manera prematura por complicaciones prevenibles de enfermedades propias del rezago.
Las barreras para la atención; los factores condicionantes de enfermedad que no es posible modificar con un par de tabletas al día y que tienen que ver con las condiciones de saneamiento ambiental, las características de la vivienda, la disponibilidad y accesibilidad a los servicios básicos, influyen directamente en la evolución y pronóstico de un sinnúmero de padecimientos, por no decir que en todos los casos. Si consideramos que dichas variables – y muchas más, según la historia de vida de nuestros(as) pacientes – influyen en la percepción de nosotros mismos, en cómo nos asumimos como enfermos y vivimos nuestros padecimientos; que dichos factores incluso moldean las relaciones interpersonales, y que éstas se dan frecuentemente en entornos generadores de violencia, no es difícil comprender que si en realidad queremos ayudar a los(as) pacientes nos enfrentamos a un problema de grandes dimensiones.
Los profesionales de la salud (y no hablo exclusivamente del gremio médico) estamos obligados a la búsqueda del mayor conocimiento (pasado y presente), y basar nuestra práctica en la evidencia científica; sin embargo, no olvidemos que actuamos bajo la mirada vigilante de principios y valores éticos universales; que tratamos con seres humanos; que cada paciente es más que el padecimiento por el cual nos visita; que la persona es ella y su historia; ella y su entorno. Como Maimónides, «el Segundo Moisés» (1135 – 1204), debemos distinguirnos por ser altamente humanitarios, racionales y abnegadamente dedicados a nuestro trabajo.
Debemos reconocer que la medicina no puede ejercerse a plenitud entre cuatro paredes; que nuestro consultorio es demasiado pequeño para el universo contenido en cada enfermo(a); que no somos poseedores de toda la verdad y que necesitamos de otros (sectores, profesionales, recursos) para ofrecer soluciones integrales y contundentes. Un modelo integral de prevención de enfermedades y atención de la salud debería agrupar a especialistas de la medicina; pero no exclusivamente a los denominados «rescatadores», representados por quienes dedican su vida a resolver las consecuencias de todo aquello que no hemos logrado evitar; sino también a expertos en salud pública, saneamiento comunitario, urbanismo ecológico, trabajo social, observatorios sociales y de los derechos humanos, entre muchos otros que son indispensables para disminuir la morbilidad y mortalidad por causas prevenibles.
Esta reflexión está inspirada en la conferencia del Dr. Richi Manchanda en TED, disponible aquí