Aprendí a ver con otros ojos lugares comunes que esconden anécdotas fascinantes
Siempre he pensado que entre quienes tienen una idea clara de lo cotidiano y sirven como termómetro de lo que ocurre en la sociedad, los taxistas ocupan un lugar importante. Con 12 o más horas diarias de trabajo; en donde espalda, piernas y tolerancia son exigidas al límite, los «trabajadores del volante» viven la historia en cada tramo, colonia y callejón por los que deben transitar para llegar a su destino.
Me gusta conversar con ellos (lo que no deja de resultar simpático a mis hijos, por mi propensión a sacarles plática). Claro que de vez en cuando uno se encuentra con bestias salvajes que lo traen a uno «con el Jesús en la boca», dando tumbos interminables; intentando no quedar atrapado en los resortes asesinos del asiento, mientras pierdes varias neuronas al escuchar a todo volumen la nota roja o los alaridos inclementes de un grupo de banda venido a menos. En esos casos, vale más aguantar callados y rezar para que termine pronto la tortura.
No fue el caso con Don Carlos Terrones, quien desde hace 30 años recorre Aguascalientes en jornadas que comienzan en la madrugada y concluyen ya entrada la noche. Respetuoso y comedido, llegó a mi casa 10 minutos antes de la hora pactada cuando solicité el servicio. – «Prefiero llegar antes que hacer esperar al cliente, señor» –
El trayecto al aeropuerto fue una delicia. Sé lo aberrante que puede parecer esta afirmación; sobre todo para quienes acostumbran utilizar el servicio de transporte público en México; pero puedo afirmar que en 30 minutos tuve una de las clases de historia más interesantes que recuerdo.
Poseedor de una elocuencia y memoria envidiables; la mirada llena de nostalgia, que de cuando en cuando me visitaba en el retrovisor, viajé con Don Carlos al tiempo de los ferrocarriles; aprendí a ver con otros ojos lugares comunes que esconden anécdotas fascinantes; edificios y fraccionamientos en los que quedaron atrapados partes de haciendas y viñedos; me enteré de que las familias se reunían los domingos para ver partir el único vuelo que existía entre Aguascalientes y la Ciudad de México, en un avión «que tenía la barriga chorreada de aceite». A sus 65 años, volvió a ser joven cuando me contó de cuando cortejó a su esposa; o cuando – en ese taxi – dio lecciones de manejo a cada uno de sus hijos.
Llegamos, y con un buen apretón de manos nos deseamos un buen día; y quedamos de encontrarnos nuevamente: él, para llenarse de recuerdos; yo, para deleitarme en medio de ellos.
Me encanta leer sus reseñas
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¡Gracias; un abrazo!
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