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Entre vigas retorcidas, fragmentos de muros y todo tipo de escombros se entretejieron nuevas historias

 

Septiembre es considerado en México el Mes Patrio. Es la ocasión en que todos los años, cada día 16, festejamos la Independencia de nuestro país entre banderitas, moños, matracas, trompetas de juguete y un sinfín de artículos tricolores que acompañan y alimentan el espíritu colectivo de fiesta; que en muchos sirve más como pretexto para la pachanga – alcohol, incluido -, que para la conmemoración reflexiva (y no por eso menos alegre) de lo que somos como nación.

Pero septiembre es también un mes emblemático en nuestro país por lo que ocurrió hace 32 años, cuando miles de personas perdieron la vida durante el peor desastre causado por la naturaleza.  Eran las 07:19 h., y un terremoto sacudió todo tipo de estructuras (arquitectónicas, sí; pero también sociales, económicas, etc.). La Ciudad de México se rompió, pero ahí estaban sus hijos para rescatarla; con trapos a manera de mascarilla, picos, palas y un corazón desbordado ante la mirada pasmada de un gobierno inmóvil.  

Quienes vivimos de cerca el terremoto del 85 dejamos de ser lo que eramos antes de que ocurriera; somos una urdimbre de experiencias, recuerdos y sentimientos que van desde el asombro y la perplejidad, hasta la gratitud, la solidaridad y la victoria resiliente sobre la adversidad: muchos de los que estamos, podríamos no estar.

Parece increíble, pero una generación después – de nuevo el día 19 de septiembre – la historia se repite. Como si saliera de un largo sueño – que duró toda una generación – la tierra despertó violentamente; y así, puntual a su cita, sus espasmos derrumbaron edificios y abrieron grietas, marcaron y apagaron vidas. Entre vigas retorcidas, fragmentos de muros y todo tipo de escombros se entretejieron nuevas historias; historias como las de antes, en las que lo mismo surgen ángeles y héroes anónimos, que oportunistas aves de rapiña; porque es en la tragedia que el ser humano se expresa tal como es: grande o miserable, ajeno o solidario, responsable o indolente. Ahora, como en ese tiempo, los buenos fueron más.

Por fortuna, a tres décadas de distancia la narrativa es un tanto distinta.  En ese entonces era estudiante de medicina, y participé en brigadas de apoyo en la zona de desastre; la sociedad cumplió, como Dios le dio a entender; ahora es mi hija quien lleva la bata blanca; quien vio desaparecer una fábrica de telas a unos cuantos metros y, también como estudiante, colabora en centros de acopio. Como ella, miles de jóvenes tomaron la estafeta; formaron un ejército de voluntarios que en pocas horas desbordó calles, parques y otros lugares públicos para lo mismo dirigir el tránsito vehicular, que montar albergues para mascotas, apilar material o formar grandes filas para – piedra por piedra, mano a mano, cubeta a cubeta – retirar escombros. Fueron los jóvenes quienes treparon primero a los restos amorfos de lo que antes era un edificio de departamentos, en el intento de encontrar sobrevivientes.

Si bien hay coincidencias con el 85, lo cierto es que la de ahora fue una respuesta más oportuna y – dentro del caos – mejor organizada; como si la experiencia de hace 32 años hubiera pasado – silenciosa pero completa – a nuestros hijos; que además cuentan con armas inexistentes en nuestro tiempo, como las redes sociales, la telefonía celular y el acceso a la información en tiempo real, en todo momento, desde cualquier lugar; todo ello tan importante en la nueva versión de la tragedia. La sociedad está más despierta, y parece tener más elementos a su favor.

Al igual que los jóvenes, gente de todas las edades y condiciones sociales se volcó a las calles para ayudar. Por ahí se ve un niño acariciando un perro lastimado, o llevando agua a un grupo de rescatistas; por allá, un adulto mayor; portando orgulloso – a sus 84 años – el uniforme de la Cruz Roja, mientras acomoda algunas cajas con medicamentos y material de curación.  No es la Fiesta, de Serrat, pero el temblor reunió «gente de cien mil raleas», e hizo que se olvidara que «cada uno es cada cual», para «darse la mano, sin importarles la facha».  

Testimonios que se anudan en la garganta y que hacen brotar las lágrimas, y permiten creer que nosotros y nuestros males tenemos remedio: una viejita dando masaje a un paramédico en la espalda; un ferretero donando toda su mercancía; restaurantes ofreciendo comida gratis a los voluntarios; personas permitiendo cargar las baterías de los celulares en sus tomas domiciliarias de corriente; campesinos que regalan una bolsa de azúcar o un kilo de tortillas; personas ofreciendo techo y sábanas limpias a desconocidos; voluntarios y personal especializado en desastres que llegan de aquí y de allá, tanto del país como de naciones hermanas, porque somos «cuates en la adversidad», como dijera el líder del equipo de rescate japonés; las porras y aplausos al encontrar un sobreviviente; los puños arriba, indicando silencio, atrapando en vilo la esperanza de todos por, quizás, haber encontrado a alguien vivo; el llanto inconsolable de un soldado por no haber logrado rescatar a una niña y a su madre; por un lado, las caricias de los rescatadores en la cabeza y el lomo de un perro liberado de entre los escombros; por otro, un perro que ladra sin perder la vista en los destrozos bajo los cuales hay alguien que respira (humanos salvando perros, y perros salvando humanos); largas y variopintas filas en las que ejecutivos en corbata y con las mangas remangadas, albañiles, chavos banda, cholos, hipsters, millenials, niñas fresa, nerds, enfermeras, estudiantes de medicina y amas de casa retiran -cascajo de una casa en ruinas, bajo una lluvia torrencial; loncheras y pupitres despedazados, y el silencio definitivo de los niños que jamás volverán a ocuparlos; mujeres y hombres atrapados en una habitación, de la que jamás saldrán; otros, atrapados en sí mismos, que quién sabe si logren salir; cientos de personas cantando el Himno Nacional al concluir el rescate de víctimas – vivas o no – de una edificación; los hombros caídos por el cansancio, pero la frente en alto, y el pecho hinchado de orgullo.

Quizás sea tiempo de atrapar el corazón en un puño y ofrecerlo al cielo, y guardar silencio, esperando escuchar explotar el júbilo por una vida que ha vuelto de entre los escombros. Quizás quien haya vuelto sea una persona; quizás la misma sociedad, y ese puño represente el fuerte latido de un nuevo despertar; uno, que al reconocer su fragilidad, pero también su fortaleza, lucha por acabar con la injusticia, la desigualdad y la corrupción; así, hombro con hombro, como cuando la tierra se sacude.

 

Crónica del terremoto de 1985

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