Esas llaves, golpeando entre sí, me hicieron pensar en otros sonidos y sus recuerdos; y en los recuerdos cuyo sonido he olvidado.
El sonido de unas llaves fue suficiente para hacerme apartar la mirada de la pantalla y viajar al pasado, cuando era niño; cuando – sin importar la habitación en que me encontrara – un pequeño chasquido, seguido del sonido de unas llaves que golpeaban entre sí, anunciaba la llegada de mi padre a casa. Él tenía este particular llavero de metal que parecía un clip; algo así como un angosto brazalete plateado, colocado en su cinturón, del que colgaba sus llaves engarzadas en una argolla, que chocaban entre sí como castañuelas al caminar. A partir de ahí, una avalancha de recuerdos: apagar la televisión y bajar corriendo la escalera para encontrarme con él en el antecomedor; platicar sobre los acontecimientos del día; preparar los medicamentos de mi hermano; piezas de pan sopeadas en leche; su bendición antes de irme a la cama, y un «¡buenas noches, Mijito!» que no podía faltar, porque sin él me era muy difícil conciliar el sueño; él, viendo el noticiario, reclinado en su sillón favorito.
Es curiosa la manera en que nuestro cerebro juega con nosotros de vez en cuando, y te lleva de recuerdo en recuerdo sin una razón, orden o lógica aparente. Por más que nos empeñemos en adormecerla con momentos basura (la recolección obsesiva de likes en las redes sociales, la adicción al trabajo – que incluye la adoración al memorando, las reuniones «importantes» y las batallas épicas entre el ego de machos alfa en modo ejecutivo); o la pérdida de tiempo en otras actividades sin valor alguno, nuestra mente siempre encuentra una rendija por la cual darnos un jalón de orejas y, si tenemos suerte, llevarnos de la mano a ese sitio en el que podemos reflexionar sobre lo que somos y lo que hemos sido: esas llaves, golpeando entre sí, me hicieron pensar en otros sonidos y sus recuerdos; y en los recuerdos cuyo sonido he olvidado.
Existen sonidos que me despiertan la nostalgia; como el bullicio de los tianguis, con el que me imagino de pantalones cortos y playera, de la mano de mi madre, visitando cada uno de los puestos ambulantes entre gritos de marchantes («¡pásele güerita; qué va a llevar?»); el zumbido agudo de los cochecitos de fricción al frotar las llantas en el pavimento, antes de dejarlos escapar en su emocionante carrera; el leve traqueteo de ida y vuelta que hacía el disco de los teléfonos antiguos; un timbre que marca la salida al recreo, seguido de una explosión de voces, risas y pasos apresurados en los pasillos y escaleras de la escuela; como preludio del juego de fútbol, el cortejo galante de quien busca su primera conquista amorosa, o el escape a hurtadillas para compartir un cigarro con el resto de la pandilla.
El llanto de un recién nacido, las canciones infantiles y el sonido de los golpes contra una piñata, dibujan en mi memoria la imagen de mis hijos cuando eran pequeños; esos momentos me llenan de alegría y gratitud, pero también me recuerdan la prisa que tiene la vida por dejarnos atrás. La historia de mi familia está llena de sonidos dulces y alegres, que alborotan mi alma como un cascabel.
De los sonidos que he perdido casi del todo, los que más extraño son la voz de mi madre y de mi abuela; también la risa plena y gozosa de mi padre. Son sonidos entrañables que por alguna razón no se dejan escuchar más a pesar de escudriñar en mi memoria: sé que están ahí, que ayudaron a forjarme, a reconfortarme como lluvia fresca u olor a tierra mojada; pero nomás no se animan a despertar. Las volveré a escuchar, estoy seguro, cuando de mi risa y mi voz intente acordarse alguien más.
Regreso al trabajo, pero no del todo. A partir de hoy procuraré tener el oído más atento, el corazón más dispuesto. Procuraré saborear y retener cada sonido que se relacione con la gente que quiero, con los momentos importantes, con el tiempo que me toque vivir. Por lo pronto, espero que termine el día para llegar a casa y llenarme la vida con la voz de mi novia de tantos años, de todos los años; con su risa y la de mis hijos, llenos de bromas y de ocurrencias; y de ese silencio amable, que dice tanto del cariño y cordialidad que existe entre nosotros.