«Me vas a matar de un coraje»
– «¡Levántate del piso y deja de llorar, o el doctor te va a inyectar!» – gritó la madre al niño mientras éste pataleaba y gritaba en un rincón de la sala de espera, en una actuación digna de un Oscar. Suelo dejar pasar este tipo de situaciones. En la calle, en una fila de espera o en un centro comercial; no importa el lugar: cualquier indicio de que uno es médico sirve como arma secreta, elemento de coacción y último recurso para que el niño se someta a la voluntad de quien no ha logrado controlar la situación. Es como si en la bata o filipina trajéramos un letrero en que se leyera «úsese en caso de urgencia»; una especie de apagafuegos para padres de familia que nos dejan siempre como verdugos de hijos mal educados, y que depositan en nosotros una responsabilidad que no nos corresponde.
En esta ocasión; sin embargo, no puse los parpados a media altura, ni hice una mueca – a manera de sonrisa falsamente aprobatoria -. Con toda tranquilidad me puse en cuclillas y, en voz lo suficiente alta como para que me escuchara la madre, le dije al niño: – «no te preocupes, yo no pongo inyecciones» -; y seguí mi camino como si nada, dejando atrás a una señora bastante desconcertada y visiblemente molesta por no haber sido parte de su táctica disuasiva (por cierto, curiosamente el niño dejó de llorar).
La anécdota anterior me lleva a reflexionar sobre el papel que juega el miedo y la culpa en la (de)formación de nuestra personalidad; en nuestra educación, desarrollo y construcción de comunidad, de país. Es, sin duda, un rasgo del México de nuestro tiempo, de todos los tiempos; y, a mi parecer, un elemento distintivo de nuestra cultura, que explica – en parte, por lo menos – por qué nos es tan difícil evolucionar y despuntar en un sinnúmero de ámbitos y disciplinas. Algo debe estar mal cuando utilizamos el miedo como un recurso frecuente para motivar una conducta o lograr un objetivo. El miedo castra, inmoviliza, desgasta, enajena.
Así somos. Basta con que el niño comience a caminar, y el explorador que lleva dentro lo lleve a hurgar, trepar o saltar, para abrumarlo con predicciones catastrofistas: «¡Te vas a caer!»; «¡Te vas a lastimar!»; «¡Te va a salir una araña; huy qué miedo!». No consideramos el desenlace como posibilidad, sino como hecho consumado, y no nos tomamos la molestia de hablar con nuestros hijos sobre riesgos y razones («son niños, ¿a poco crees que te van a entender?»). Si por mala fortuna se cumple nuestra premonición, surge el conocido «¿ya ves; te lo dije!», que cierra el caso y fortalece la idea de que nuestro destino es predecible, siempre marcado por las malas noticias.
Crecemos, y en el camino acumulamos miedos de todo tipo: El «roba-chicos» y «el señor del costal» se encargan de limpiar las calles de los niños que pasan mucho tiempo fuera de casa; el pelo de mamá se llenará de «canas verdes» si continuamos «portándonos mal»; «¡ya verás cuando llegue tu papá!». Ni pensar en comer un dulce que recogimos del suelo porque «ya lo chupó el diablo»; tener relaciones sexuales antes del matrimonio es sinónimo de impureza y condenación perpetua, y nuestro «angelito de la guarda no nos cuidará en la noche si no rezamos antes de dormir». Muchos se persignan «por si las dudas: ¡no vaya a ser la de malas!», no por verdadera convicción: santiguarse es un amuleto que puede asegurar la vida eterna del ateo más recalcitrante.
La cosa no cambia cuando somos adultos (¿qué es un adulto, sino un niño llevado a la imperfección por el paso de los años y las «buenas intenciones» de quienes participan en su educación?). Muchos están (¿estamos?) atrapados en cumplir las expectativas de los demás; en soportar la injusticia y excesos de los jefes, a riesgo de perder el trabajo; mujeres que toleran la violencia del macho, que les somete con la amenaza de «quitarle a sus hijos». Abundan las conductas y situaciones en las que «nos va a cargar el payaso».
¿Y qué decir de los procesos electorales de nuestro país, en que la consigna es votar por tal o cual partido político; no porque tenga una visión y programas de trabajo adecuados, necesarios y factibles, sino porque cualquier otra opción «llevaría al país a un retroceso inimaginable; a un punto sin retorno; a la venta de nuestra soberanía y el saqueo de la nación». Votamos por «el menos peor» o el más guapo, si es que votamos (recuerdo las porras para un candidato en el Estado de México: «¡Enrique, bombón; te quiero en mi colchón!»). La lista de ejemplos puede resultar interminable.
La culpa es un lastre, un grillete; un demonio en el hombro, que incesantemente nos habla al oído para atormentarnos, socavarnos y convencernos de lo poco que valemos. Es un yermo; y nada florece en un yermo. También ella forma parte de «los pilares inconscientes» de nuestra educación desde los primeros años. Pasamos del «si no comes bien, mamá se va a poner muy triste», y el lastimoso «¡mira cómo me tienes; estas arrugas son de preocupación!»; a frases con una carga emocional apabullante, como «¡me vas a matar de un coraje!»; o «¡si me dejas me mato!».
Es desafío es mayúsculo. Todo cambio en la sociedad comienza en cada uno de los individuos que la conforman; a partir, primero, de una transformación personal. El paso inicial puede ser intentar «estar despiertos» en todo momento; ser conscientes de que todo lo que decimos y no decimos; todo lo que hacemos y dejamos de hacer comunica, produce un efecto en quienes nos rodean, y cuando éstos son nuestros hijos no sólo actuamos en el presente, sino que nos proyectamos y moldeamos su futuro; trascendemos, a través de ellos, en varias generaciones. Como escribiera Fernando Delgadillo: «… porque la historia que hacemos se escribe a diario; y ¿qué dirán venideros cuando les queden las culpas que se heredaron por ser hijos nuestros? …»